¿Sabéis? Siempre odié las navidades, pero no porque haya que comprar regalos obligatoriamente o tengas que ir por la calle sonriendo como un gilipollas, sino por la cena con la familia, la de Nochebuena. Que lo de noche, vale, pero lo de buena… Yo mejor la llamaría la Noche de Halloween. Porque solo te apetece (gesto de dar puñaladas) ¡ñic, ñic, ñic!
Y hablando de referencias cinematográficas, si lo analizas detenidamente, cenar con tu familia en Nochebuena es como ir al cine gratis. Al principio, aquello es como una película coral de Luis García Berlanga. El timbre de la puerta no deja de sonar y tu cocina se parece al camarote de los Hermanos Marx. Claro, todo el mundo viene contando su pequeña historia, y cada cual tiene un momento de protagonismo. Luego, cuando todos se han sentado, la película se transforma en un cruce entre «Médico de familia», por la cantidad de comida que hay sobre la mesa, y una versión cutre de «Cosas de Casa». Todos quieren hacer alguna gracia, pero nadie lo consigue… Yo hago el papel de Steve Urkel. O sea, de pringao.
Comienza la cena, cada uno se centra en su plato y el silencio va impregnando la cocina: nosotros cenamos en la cocina. En ese momento, la película entra en el terreno del suspense… Nunca sabes por donde va a empezar la bronca. Y en mi casa siempre empieza igual, con el abuelo y el nieto, porque claro, el niño es menor de edad y está abstraído con su propia película de animación. Vamos, que se pasa toda la noche jugando a los Pokemon con la Game Boy y diciendo: «Evoluciona, Pikachu, evoluciona»… ¿Y por qué no evolucionas tú un poquitín, eh, chaval?
Ahí llegamos al núcleo central de la película, que siempre es dramático:
– ¡Deja ese cacharro y cómete las patatas!
– ¡No me da la gana, no tengo hambre! ¡Que te las comas o te estampo una leche! Y la madre:
– ¿Quieres dejar en paz al niño?
– ¡Pero si es que lo estáis malcriando!
Etc, etc…
La discusión va aumentando de tono, y de repente aparecen en la película elementos de ciencia-ficción. Tu cocina se llena de platillos volantes. Bueno, de platillos, vajillas, cuchillos, cucharillas, natillas, tortillas y hasta las sillas echan a volar. Pero los ánimos terminan por apaciguarse, y a medida que el vino peleón empieza a hacer efecto, la película se torna en un musical americano, porque el abuelo coge una botella y una cuchara, y empieza con aquello de: (ruido de cuchara rascando la botella) ¡Crin, quiririn crin! (a ritmo de jota) «Tócame la minga, Dominga, que vengo de Franciaaaaa, tócame la minga, Dominga, que lleva sustanciaaaaa…. »
Entonces, todo el mundo se ríe, se relaja y la película vuelve al tono de comedia que tenía al principio, pero más patética todavía si cabe. Empiezan a verse camisas desabrochadas, cobran protagonismo los michelines, y como la película se acerca al clímax final, se escucha el tema principal de la banda sonora, o sea, la «Sinfonía en Do Mayor para eructo y pedorreo».
Esta película suele tener tres finales diferentes. Para las parejas jóvenes casi siempre acaba como una película clasificada X. Si hay alguno que se indigeste con la cena, para él acabará como «Urgencias», en un hospital. Y para mí… siempre acaba igual. Como «El pajero… digo, el llanero solitario» ¡ejem!. Y fijaos si mis cenas familiares son como una película, que hasta voy a hacer merchandising con ellas. Los platos rotos de mi cena familiar, la botella musical de mi cena familiar, y representando a mi sobrino, un muñequito con una Game Boy y un montón de patatas fritas en la cabeza. Puede parecer divertido, ¿verdad?… pues no lo es. Porque esta película tiene una semejanza con otras como «Qué bello es vivir» o «Mary Poppins», y es que las tendrás que seguir aguantando una Navidad detrás de otra.
Fuente: El club de la Comedia